El mundo líquido, el mundo actual, ha logrado disociar, como ninguna otra época, violencia y vida cotidiana. Entendámonos: no es que no haya violencia en la vida cotidiana, sino que la imagen de la vida cotidiana es una imagen aséptica, pulcra, sin violencia. La imagen de la violencia es la imagen de una violencia lejana, ocasional. Hoy, con una pacífica, amigable e intuitiva computadora se puede provocar caos en un país, dar una noticia que disloque los mercados o tirar una bomba; se pueden reducir dos toneladas de autos a virutas. Se puede, incluso, ejecutar a un sentenciado.
Pero lo que sobre todo importa aquí es que la estética de la vida cotidiana –los carteles, las imágenes de la televisión, lo que uno ve en la calle– luce una pulida estética aerodinámica, que deja que las cosas fluyan redonditas, sin asperezas. Los fotografiados que uno ve en las fotos en la vía pública, las revistas, los medios en general, son de cutis lozano. Todo se ve como si la vida, el estar en el mundo, fuera lozano, fluido y redondeado y sin asperezas. Todo se ve ideal. Pero cuando uno trata con la gente (y no hace falta que sea en un barrio marginal; alcanza con subirse al colectivo o preguntar la hora en cualquier esquina) uno recibe violencia, aspereza. La convivencia urbana es ingrata, hostil.
Pero donde más veo esto (donde más quiero yo recalcarlo) es en la política, que funciona como pospolítica. Gana las elecciones o tiene mejor imagen el candidato que menos pelea, que discute menos, que polemiza menos, que más evita la confrontación. Pero desarrolla mejor sus funciones el político o funcionario que más coimas acepta u ofrece, quien más punteros pone a crear clientela, el que más y mejores pactos de toma y daca efectúa (que no solo se mantienen tomando y dando, sino también con aprietes). La imagen de la política es a cara lavada, a eufemismo constante. En cambio, su práctica, su ejercicio, es el del guardián territorial, que crea redes clientelares hacia abajo y hacia el costado, o se integra en otras hacia arriba. La práctica política deja de ser una práctica guiada por ideales altruistas y se convierte en un medio non-sancto más, entre tantos, de vida. El periodista y el consumidor biempensantes se indignan; y prefieren a Macri, por ejemplo, que habla suavecito y no se pelea. Lo que indigna de Kirchner es que dé una imagen patotera de la política. Es un hiperrealismo molesto.
Esta nota no reclama que los valores ciudadanos reinen de nuevo en el día de hoy, sino que señala que la subjetividad de este mundo que disocia violencia y vida cotidiana no tiene cómo procesar subjetivamente la violencia. De Kirchner, por ejemplo, no molesta, creo, que sea patotero sino que lo muestre más de lo que la estética consumidora de redondez aerodinámica requiere. Si Kirchner no es el único que quiere fortalecer su aparato, aumentar su poder, si no es el único que hace pactos con los caudillos territoriales y demás, ¿qué es lo que molesta de él? Molesta, parece, que confronte o patotee visiblemente, molesta que haga visible algo para lo cual no dispongo de recursos de procesamiento, de digestión. Una violencia que tengo disociada de mi imagen de mi vida cotidiana por obra de mi subjetividad aerodinamista. La violencia mueve al mundo, puede ser, pero mi imagen del mundo está «photoshopeada».
Aquel belicoso mundo feudal de los tiempos medievales parecía un tiempo mucho más hosco que el nuestro: la guerra era el medio por excelencia para aumentar la riqueza, obtener prestigio y conquistar mujeres. Un señor feudal no se afirmaba como señor si no hacía la guerra y un vasallo no conseguía señor si no lo servía militarmente. Pero dudosamente ese mundo haya sido más violento que el actual. Más bien, da la sensación de que el actual es mucho más violento pero, al ser mucho más tecnológico, mucho más urbano y con muchas más lecciones de urbanidad, ha sabido o ha querido desplazar la violencia q trama su vida cotidianade la imagen que tiene de su vida cotidiana. Pero, por lo mismo, provee a la subjetividad contemporánea muchas menos herramientas que las que la subjetividad feudal tenía para procesar la violencia, que era medio de vida manifiesto.
Es que la era de la información ha intelectualizado casi todas las esferas de la vida (lo cual no significa que nos haya hecho más inteligentes, sino que nos ha disociado de la materia). El dominio de la naturaleza ha llegado tan lejos que podemos vivir prácticamente sin recordarla más que en un protector de pantalla. En la ciudad, el trabajo, la alimentación, el ocio, la salud se realizan en y a través de aparatos y pantallas cuyo uso requiere meramente de facultades intelectuales. ¿Comer?, no tengo que rastrear días y días a un jabalí sino elegir; ¿ver qué cuerpo extraño se alojó en mi intestino?, no hace falta cortar sino mirar la imagen que produce una fibra óptica; ¿calentar la habitación?, no necesito acopiar leña ni lograr que encienda sino setear la temperatura. Elegir, mirar, setear, cliquear: actividades cada más puramente intelectuales. Los ruidos digestivos, los esfuerzos corporales y las deposiciones naturales son eludidos por todo un sofisticado sistema de cloacas ocultas y rutilantes pantallas asépticas –como la violencia.
PS: es cierto, a veces las pantallas muestran violencia, pero la estetizan. Ahí los tienen a Tarantino, Michael Moore y a Chuky. ¿La CNN y todos los canales de noticias? La muestran crudamente, y así –aun suponiendo que la muestren toda– nos dejan sin palabras: así la violencia queda fuera de toda digestión por la palabra y nuestra subjetividad no puede procesarla –así queda disociada de nuestro universo simbólico.