¿Qué es la autoridad? Las preguntas por lo que parece generalmente consabido se plantean cuando eso –la autoridad, en este caso– supuestamente consabido está en crisis, cuando eso perdió vigor. Entonces, comenzamos por lo básico –es decir, por lo poco, lo nimio que sabemos. La autoridad es una fuerza. Dos preguntas, pues: ¿Qué fuerza le da fuerza de autoridad a la autoridad? ¿Qué tipo de fuerza es la que la autoridad da cuando tiene vigor?
La autoridad no es el poder. Más precisamente: la autoridad es un tipo particular de poder, un poder que se configura, permitámonos el bucle, como autoridad. Preguntar qué es la autoridad es preguntar por una configuración específica del poder –y quizá también de la potencia. Queremos despejar conceptualmente esa fuerza que se presenta no como un poder abiertamente bélico, ni como un poder mercantil o mediático o informacional, sino como una autoridad.
Para hacerlo, proponemos distinguir algunos de sus elementos. Para empezar, “autoridad” no es lo que llamamos “las autoridades”, esos tipos que tienen una facultad de mandar: un director de escuela, un presidente, un policía, una médica, una ministro. Autoridad es, por un lado, una relación, y, por otro, una fuerza que circula en esa relación –una fuerza vinculante. Esos a quienes llamamos “las autoridades” son a veces un polo de la relación de autoridad, pero no son ni la fuerza ni la relación de autoridad. Llamémoslos, con Kojève, los “soportes” de la autoridad; ciertas personas son seleccionadas para soportar los atributos de una relación de autoridad que les es previa. Se convierten entonces en figuras de autoridad, en el polo encumbrado de una relación de autoridad, relación que es el tema de estas notas. Pero la fuerza de la relación de autoridad no mana solamente de la relación misma, sino de una fuente de vigor que da vigor vinculante a la relación de autoridad; a esta fuente la llamaremos fuente de autoridad y también es el tema de estas notas. Finalmente, distinguiremos entre la fuerza conminatoria que tiene la autoridad y su efecto autorizador. Lo llamaremos autorización y es no solamente el tema de estas notas sino lo más interesante, lo más activo –junto a la fuerza vinculante– de toda la cuestión de la autoridad, pues la autorización subjetiva y la fuerza vinculante tienen que ver con la potencia, con la subjetivación, con la vida en común.
I.
La autoridad no es algo que alguien tiene. Tampoco es una obediencia que alguien que tiene autoridad impone desde fuera y contra la voluntad del obediente. Si hay una autoridad que manda, que mandata o demanda algo a un subalterno, y si hay este subalterno que acoge esa orden, ese mandato o esa demanda, es porque así obtiene autorización. La obediencia tiene, es cierto, un costado de genuflexión y obsecuencia, pero tiene, también, un interés práctico, una ganancia: obtener el pasaporte para andar por la vida –una vida entre otros. ¿Cómo autorizarnos? ¿Siempre obedeciendo?, ¿siempre desobedeciendo? ¿Podemos pensar una autorización lograda sin genuflexión, sin sometimiento?
Si queremos ganar un pasaporte que no deba obsecuencia al que lo expide, deberemos expedirlo entre nosotros, los iguales, y no esperarlo de la jerarquía. ¿Puede la vida en común, este estar siempre entre otres, ser la fuente de la autorización que necesitamos cada uno?, ¿y fuente también de la que necesita un hije, un amigue, un estudiante, un paciente?
II.
La autoridad no solo manda: también autoriza. Pero la autoridad no es algo que alguien tiene. Es una relación entre dos, dos polos (senadores y ciudadanos, cura y feligreses, padre e hijos, general y soldados, etc.). Relación jerárquica, pero relación donde una figura de autoridad detenta la autoridad en virtud de que la institución de la relación jerárquica ha instituido un lugar de mando (o de arbitrio de conflictos o de proyección de empresas o de administración de un legado) –que la figura de autoridad “soportará”– y un lugar de consentimiento –que la figura del subalterno ejercerá, renunciando a resistirse–, consentimiento y renuncia que tendrán recompensa: la autorización, el “pasaporte” para andar por la vida.
Hoy nos hemos desacostumbrado a eso, pero, clásicamente, sin la sanción favorable de una autoridad que daba el visto bueno a nuestra conducta, nuestro yo no tenía validez para los otros –y en general tampoco para sí mismo. Nos hemos desacostumbrado a esa validación sostenida que una autoridad confería al conminarnos. A tal punto nos hemos desacostumbrado, que un programa radial se llama Llevalo puesto (¿o será Llevá lo puesto?); se presenta como un “magazine matutino de contrainformación para salir a una ciudad que no te quiere”. Ese nombre ambivalente de ese programa matinal nos dice lo que nos pasa cuando andamos sin validación o con una precaria validación: tenemos que salir a la calle con lo puesto; casi desnudos tenemos que salir y, si algo o alguien se yergue como obstáculo, debemos llevarlo puesto –chocarlo, atropellarlo–, pues no tenemos un pasaporte que nos abra el paso. Otro sentido posible de «Llevalo puesto» es que lo que llevás puesto para andar entre les otres es el magazine de información que este programa radial declara ser. La precariedad de llevar lo puesto contrasta manifiestamente con la confianza de llevar una vestidura. Lo puesto, encima, no es un pasaporte sino un magazine. No vas vestido con autorización sino con información.
III.
La autoridad no solo manda: también autoriza. Pero la autoridad no es algo que alguien tiene. Es una relación entre –al menos– dos. Relación jerárquica, pero relación no sostenida en sí misma sino sometida también a algo que está fuera de la relación; o, mejor dicho, sometida a algo que está en la relación, en la trama de la relación, pero no es ninguno de esos dos. Es una trascendencia capaz de crear los lugares, capaz de validar la jerarquía, capaz de investir de autoridad a la persona que será el soporte o la figura de autoridad. Esta trascendencia que teje la relación será sostenida, entonces, a su vez, por la vida común que ve en ella una fuente de sentido, una fuente de vigor vital que compensa la fragilidad humana.
Esa fuente es una trascendencia institucionalizada: la Fundación de Roma, el Nacimiento de Jesús, la Patria, el Saber, etc. Esa fuente es una fuente que la vida social instituye, una institución con capacidad de instituir la relación jerárquica entre los dos polos, una fuente con tal vigor que puede abrochar la autoridad a la figura que la soporta, o –lo que es lo mismo– investir a alguien de tal autoridad que parece tenerla por sí mismo. La fuente que sostiene la relación jerárquica que sostiene a la figura es tan fuerte y legendaria que puede esconderse tras la figura para no ser vista como fuente –su fuerza depende a su vez, también, a un tiempo, de no ser vista. Como la fuerza de la fuente depende de pasar inadvertida en la institución que es la relación de autoridad, pareciera que la relación no depende de nada. Asimismo, como la fuerza de la persona investida (o figura de autoridad) depende de detentar la autoridad, pareciera que la relación no es previa a su investidura, y así la investidura no parece una vestidura del investido sino un rasgo inherentemente suyo. En la figura de autoridad la ropa que viste la persona coincide con los ropajes que otorga la institución, y entonces parece que es ropa de la persona y no se nota que los ropajes que dan autoridad a la figura de autoridad son los ropajes de la institución.
Tenemos entonces, por un lado, la nutrición que vigoriza a la autoridad: fuente trascendente > relación de autoridad > figura de autoridad > persona que la soporta con sus rasgos. Por otro lado tenemos la invisibilización que suelda la configuración de autoridad invisibilizando hacia ‘atrás’: rasgos vistos como inherentes > figura vista como detentando autoridad > relación vista no como previa sino como efecto de los rasgos y la figura > fuente que parece independiente de la institución de la relación de autoridad y la selección que inviste la figura. Hacia ‘adelante’, pues, nutrición; hacia ‘atrás’ invisibilización, aunque una y otra son momentos lógicos y no cronológicos, simultáneos y no sucesivos.
Pero habría que agregar un último paso de esa invisibilización: la vida en común, indeterminada, como fuente de la fuente, como cuna del sentido que deposita en algo el sentido que vigoriza la institución y se aliena pues no ve que instituyó lo que ahora la regula. La fuente de sentido reguladora de los sentidos para la vida en común queda invisibilizada tras (o en) la institución. La institución liga todo de forma tal que, por un lado, esté nutrido de fuerza el efecto (el efecto es la fuerza de la conminación de una figura de autoridad de las relaciones de autoridad fundadas en un fundamento fundado en una vida en común) y naturalizado su producto como fuerza inherente del efecto –o alienado el proceso de su producción en la fuerza del efecto–; y la institución liga de tal forma, por otro lado, que se reproduce la liga. Como se ve, la configuración institucional de la autoridad no es mera figura sino todo un dispositivo.
Cuando no está la institución, parece que la persona-soporte es la carente, cuando en rigor la persona no está investida de la fuerza de una fuente trascendente ni está habitando el lugar jerárquico de una relación preestablecida fundada a su vez en esa fuente. Entonces, esa persona que debe mandar o conducir o arbitrar sin institución, debe proceder. Perdidas las precedencias, vienen los procedimientos. Debe llevar lo puesto para, a cualquier impedimento, llevarlo puesto. Entonces, si procede reactivamente, en lugar de tener autoridad ejercerá autoritarismo; si procede proactivamente, en lugar de tener autoridad obtendrá liderazgo. Pero, en las condiciones contemporáneas (segunda fluidez, o precariedad generalizada), ni uno ni otro quedarán instituidos –esto es, inscriptos en la vida común.
PH 15/3/19
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