El ensayo no es una pedagogía. No instruye ni pretende completar tiernas almas infantiles. Por el contrario, su cometido parece consistir en reinventar una niñez. En algún punto, el ensayista es como un niño, puesto que algo desconoce, pero ello no lo define ni mucho menos lo invalida, mientras que su potencia no la da su saber efectivo, sino en el modo de habitar su no saber. Más allá del ensayo político o de recursos eruditos o disciplinarios, nunca un ensayo se parece a la transmisión de conocimiento, ni a la imposición ideológica. Por el contrario, el ensayo es el esfuerzo por medirse con el propio costado ciego, sólo dialoga con sus espaldas. La antipedagogía del ensayista es un llamado al deseo del otro, un reproche socarrón a la pereza confortable. La única pedagogía del ensayista se parece al cometido del anfitrión: despertar el apetito.
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