Reversible e irreversible en un Estado posnacional [1]

La ley de medios fue anulada antes de ser aplicada, y la de Salud Mental ve cada vez más lejana su dificultosa implementación. ¿Qué Estado es ese en que las leyes son reversibles? El ConectarIgualdad, proyecto presentado como sarmientino, languidece tras sólo seis años de vida.[2] ¿Qué Estado es ese en que las instituciones son mudables? Los vecinos parecen haber adquirido el derecho al gatillo fácil. ¿Qué soberanía es esa en la que la violencia legítima no permanece monopolizada por las fuerzas autorizadas?

Algunos critican al kirchnerismo el haber armado una red de conquistas lista para desmontada en un verano. Los sindicatos fundados o expandidos bajo el escudo del Estado entre 1943 y 1955 sobrevivieron por décadas a la caída del gobierno que los apadrinó. Si el kirchnerismo es una deriva del peronismo, no se puede decir, ciertamente, que sea tan sólido como el inicial. Pero los historiadores no convertimos una diferencia histórica en un reproche; si hay una diferencia histórica preguntamos por las condiciones históricas en que, diferentemente, se dan las cosas.

Queremos un materialismo de los cuerpos, los lenguajes y las subjetivaciones: uno situacional. La noción de Estado posnacional,[3] que amablemente la revista Orillera me invitó a referir, apuesta a, historizando el Estado argentino, situarnos materialmente. Fue parte necesaria de esa estrategia, evitar pensar en vueltas (del Estado, de la ISI[4], de la militancia… incluso de los ‘90). Después de un acontecimiento como 2001, no podía haber repeticiones.

Está bien no creerle al gobierno actual y subrayar cómo transfiere excedentes hacia los sectores más concentrados. Pero también necesitamos ver las prácticas no económicas que hacen realidad, subjetividad, sociedad: derechos humanos, ‘tecnopolismo’, emprendedorismo, el ascenso de la violencia contra las vidas no patriarcales, trivialidades como la foto del piquito en la ONU o la cárcel a los “terroristas twiteros”. Tras las discontinuidades en los «modelos de país» y los «estilos de gobierno», verificamos continuidades ‘estructurales’ en el sistema político. Se han señalado las del sistema económico (extractivismo, reconocimiento de la deuda externa, financiarización, gentrificación, narcotráfico, etc.); pero nos parece también estratégico que notemos las dinámicas (inherentes al Estado, y no al ideario del gobernante) políticas que tienden a separar al común de su tendencia constituyente y su potencia de condicionamiento de las políticas públicas del propio Estado.

IrreVersible La Cámpora 2014

 

Seremos esquemáticos. Si el Estado-nación gobernaba ciudadanos (sujetos formados en instituciones), el Estado posnacional gobierna consumidores (sujetos que se ‘forman’ si están en el mercado). Si el nacional establecía con la sociedad una relación de representación, el posnacional imaginaliza esa relación. Si el nacional administraba y centralizaba, el posnacional gestiona ad hoc. Si el nacional dependió de domesticar las autonomías provinciales, el posnacional dependió de modular una potencia opaca: 2001. Si el nacional dependía de conformar un mercado nacional e insertarlo en la relación centro-periferia, el posnacional, de aceptar un mercado global que no puede conformar ni regular.[5]

Cuando hablamos de la forma del Estado, hablamos de algo que tiene más duración que un gobierno. En este sentido, deberíamos encontrar continuidades decisivas no solo entre los diversos gobiernos kirchneristas sino entre estos y el actual –las señaladas. Sin embargo, empleamos la noción de forma entre signos de interrogación, pues otra continuidad importante del Estado posnacional es el carácter decisivo del gobierno, que no queda constitucionalmente subordinado a las instituciones ‘del’ Estado. En este sentido, Foucault, trastocando el sentido común de la ciencia política, lanzó que el Estado “es el correlato de una manera de gobernar” y que el gobierno no es uno de los órganos del «monstruo frío».[6] Radicalizando esta línea, F. Orellana señala que, aunque “el monopolio de la violencia física es un atributo de la estatalidad…, en las condiciones actuales, donde chorros, policías y [vecinos o] rottweilers ejercen abiertamente su violencia, se hace preciso gestionar este rasgo intrínseco de lo estatal. Tal vez, eso quería significar ese extraño sustantivo: gobernabilidad. Que la capacidad de los gobernantes para gestionar una estatalidad es algo que se les escapa todo el tiempo. Que para poder gobernar entre policías, chorros y rottweilers hay que estar recordándoles a cada momento ese detalle, que hay un Estado.”[7] Los rasgos definitorios de la estatalidad posnacional no quedan instituidos, pues no consolida su soberanía exclusiva sobre su territorio, y el gobierno debe gestionarlos cada vez. El continuo “ensayo y error” que practica el gobierno Cambiemos deben verse bajo esta luz también: no son tontos, sino que tantean la gobernabilidad (y así gestionan la estatalidad de esa nube de dispositivos que llamamos Estado, y así logran mandar).

Desarrollemos esos rasgos claves. Uno es que el predominio del capital financiero por sobre el productivo (sea este industrial o primario) y del mercado global por sobre el nacional precariza las relaciones laborales, aun si se anula la ley de flexibilidad laboral o se dispone la doble indemnización, y las sociales en general; las formas de inserción en el mercado son múltiples y frágiles. En estas condiciones, las organizaciones populares no tienen tanto la forma de sindicatos como de “organizaciones sociales” menos institucionalizadas, y la inserción social del trabajador no se basta con un empleo y requiere del apuntalamiento del Estado (apuntalamiento cuyo nivel variará con las diferentes alianzas gobernantes pero que en todo caso es, a diferencia de la de tiempos de ISI, “para-laboral”). Por otra parte, y a la vez, el mercado se extiende a casi todas las esferas de lo social (Lewkowicz hablaba de “mercado radicalizado” y Negri, de subsunción real de lo social en el capital), aun si no está Cavallo en el ministerio de economía. Luego, y aquí viene otro rasgo clave, el sujeto a gobernar se constituye más en el mercado que en las instituciones del Estado. No es tanto un ciudadano como un consumidor, menos constituido por sus derechos y obligaciones que por sus gustos y aspiraciones. Si los ’90 excluyeron al que no podía consumir, y el estallido de 2001 puede también verse como un estallido de consumidores, el kirchnerismo debe verse como una tecnología de gobierno que responde a eso incorporando a su ecuación de gobernabilidad que “todos” deben poder consumir; aparecía el consumidor subsidiado. El kirchnerismo, en su disociación (funcional) entre prácticas que respondían con mucho realismo a las condiciones contemporáneas e imágenes que mostraban sus prácticas como retornos, quiso hacer coincidir la figura del consumidor con la del ciudadano, pero el consumidor-votante ya no trabaja en un capitalismo industrial sino en uno financiero: no es ya un trabajador (para limitarnos a los sectores populares), sino un empresario de sí mismo. A este, señala A. Pennisi, se lo interpeló como vecino en la campaña electoral de 2015 desde las tres fuerzas mayoritarias, y ya no como compatriota; esta interpelación indica una transformación subjetiva efecto de la inserción mercantil que los gobiernos posnacionales debieron apuntalar para asegurar la gobernabilidad luego de 2001 y 2002. Ya no se trata de facilitar consumo para todos sino de promover emprendedorismo para todos. La Ciudad imparte gratuitamente cursos de eso[8] -y los gobiernos anteriores impartían talleres para microemprendedores.

Otro rasgo clave del Estado posnacional es la imaginalización. La “crisis de representación” no se revierte y las necesidades de semiosis se resuelven con dispositivos que no entablan una relación de representación de la realidad/sociedad. Este es el supuesto representativo básico:

“El pueblo es quien tiene la última palabra. Decimos bien pueblo y no gente, porque esta última categoría en tanto consumidora de imágenes generadas por los animadores mediáticos y encuestas, parece haber reemplazado al pueblo de ciudadanos concebido como agente soberano de decisión.”[9]

O sea que la representación republicana supone algo que ha dejado de haber: un pueblo de ciudadanos. La imaginalización, en cambio, supone que el pueblo ha sido reemplazado por gente consumidora de imágenes. Lo podemos comprobar cuando constatamos que también los políticos han devenido “animadores mediáticos” (manifiestamente, cuando Macri se pone a bailar o cuando Kirchner invitaba al helicóptero presidencial a los noteros de CQC; más sutilmente, cuando opinan lo que las encuestas recomiendan y extraen su legitimidad de ello; más claramente, cuando la opinería en redes sociales se torna decisiva para el gobierno).

La imaginalización es una dinámica muy adecuada para tiempos de crisis social permanente y ordenamientos precarios (o ‘astitucionales’). Pues, allí donde la representación se ve ya impotente de articular coherentemente, la imaginalización se muestra con poder de conectar profusamente. La imaginalización, como debe producir imágenes, sensaciones y palabras, no desecha sino que aprovecha, y muy bien, las imágenes de antaño, que logran gran circulabilidad, por la facilidad con que se conectan y circulan. Así es que, mientras la representación se presentaba como ideología o discurso, la imaginalización no se presenta como una entidad específica, sino que puede dar la imagen de ser ideología, discurso, ley, sentido común, o incluso la mismísima realidad (pues la performa). Mientras la representación producía y reproducía una cosmovisión o ideología, la imaginalización desparrama un flujo de obviedad. Mientras la ideología argumentaba y convencía, la imaginalización moviliza sensaciones y seduce.

Otro rasgo decisivo: la gestión ad hoc. La multiplicidad de intereses, la heterogeneidad de los elementos sociales, no es encuadrada en una ley sino gestionada punto por punto de modo de asegurar la gobernabilidad. Un gobierno que aplica la ley restablece un orden, devolviendo a cada parte social a su lugar, tantas veces como haga falta –y recurriendo a la fuerza si es necesario. La gestión, en cambio, es condicional, puntual. Como la ley nacional, no resuelve las causas del conflicto social, pero, a diferencia de la ley, no institucionaliza la tramitación de los conflictos (como podía hacerlo un sindicato, por ejemplo). La gestión requiere un estudio ad hoc de cada caso, y por supuesto tratativas, medidas, actas, cláusulas, procedimientos, recursos humanos y materiales también ad hoc. Sin duda que hay un aprendizaje, y algunos procedimientos pueden volver a aplicarse (como las recurrentes mesas de gestión), pero como no hay un ‘manual’ (cual sería la ley) también eso debe verse en cada caso. La gestión es gestión de contingencias, y no administración de recurrencias. Si no puede haber rutinas en los procedimientos necesarios para gobernar, tampoco habrá instituciones (sino astituciones[10]). La precariedad institucional es el precio que el Estado actual debe pagar para seguir siendo Estado.

La gestión ad hoc se corresponde con otro rasgo clave: la descentralización. No se trata de una disminución del poder ejecutivo de las autoridades llamadas nacionales (que han visto aumentadas sus facultades, sobre todo presupuestarias, así como la cantidad de ministerios, desde los años ’90), sino de un aumento de la autonomía de las provincias, municipios y reparticiones públicas en general -lo que muchos han llamado territorialización del poder o fragmentación del poder. Por caso, el Ministerio de Educación de la Nación no tiene escuelas: no centraliza cotidianamente la actividad educativa. Esto viene obligando a una gestión constante de la relación entre el supuesto centro y su supuestamente subordinada periferia, se trate de la política hidrocarburífera, la implementación de una ley o un programa «nacional». Esto es marcado en la relación con los intendentes y gobernadores (los que por lo demás se coaligan de formas no previstas en la Constitución) o entre políticos de distintas coaliciones. El FPV lo llamaba transversalidad y el Pro, trabajo en equipo, y sin duda dan connotaciones diversas a esas palabras, pero indican una misma práctica inherente al Estado posnacional: las jerarquías de mando diseñadas en la Constitución tienen un funcionamiento más fluido e imprevisible, donde la pirámide se combina con la red de formas variables. Macri reunió a 2000 intendentes en Tecnópolis el 7/10, en el seguramente primer plenario de intendentes argentinos en 200 años.

Otro rasgo que marca al Estado posnacional es 2001. En un comienzo, debió lograr gobernabilidad sobre el poder destituyente de que se vayan todos y la constituyente potencia de articular lo social de asambleas, fábricas recuperadas y otros movimientos sociales. Dos conjuntos de estrategias puso en marcha: por un lado, la concesión, la seducción y/o cooptación de esos movimientos; por otro, la satisfacción mercantil de sus demandas, o inclusión. Debido al éxito de estas estrategias, más recientemente el Estado argentino debe lograr gestionar la satisfacción del costado reactivo de 2001; ya no el movimiento social sino el vecino, ya no la cooperativa de trabajo, sino el emprendedor (individual o societario). La diferente afectividad que mostraron el gobierno de comienzos del Estado posnacional y el actual debe mucho a la remisión de la experiencia de la potencia de articulación del común por sí mismo de los tiempos de 2001 y la concomitante expansión de la experiencia de hostilidad de lo social en condiciones de globalización y liberalismo existencial (Tiqqun). La espectacular ola de linchamientos de 2014 mostró esta evolución y planteó la necesidad de pasar de una ecuación progresista de gobernabilidad a una vecinocracia explícita.

Termina esta breve sinopsis de las continuidades en las prácticas de gobierno. Aparecerá, sin duda una objeción, que preguntará si las representaciones de los gobernantes no acarrean diferencias prácticas en sus prácticas. Por supuesto, aunque no como causas, sino como fuerzas entre fuerzas. La kirchnerista representación restauradora de la Nación y su Estado de bienestar junto a las prácticas propagadoras del mercado radicalizado incapacitaron a ese movimiento para pensar la subjetividad reactiva que generaba, la sociedad financiarizada que avanzaba, el Estado flexible que expandía. En este sentido, el macrismo ­­–pero también sciolismo y masismo­– aporta, a esos sujetos, una representación y una sensibilidad más adecuadas a sus inclinaciones, y al gobierno, una ecuación de legitimidad obscenamente regresiva.

 

Gobernabilidad adecuada en esta coyuntura, pero no sabemos si sostenible en el tiempo. ¿Lograremos presentar un ingobernable sobre el cual las tecnologías de gobierno más modernas no puedan imponerse?

[1] Revista Orillera n°2, Universidad Nacional de Avellaneda, otoño de 2017. El artículo fue escrito entre setiembre y octubre de 2016. Disponible en https://issuu.com/revistaorillera/docs/orillera_02-20161228

[2] Clarín, 6/4/10.

[3] El Estado posnacional. Más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo, Quadrata-Pie de los Hechos, 2015 (reedición ampliada).

[4] Sigla para «industrialización por sustitución de importaciones», definitoria de la economía argentina hasta la última Dictadura.

[5] Ver S. Mezzadra y B. Neilson, “El Estado de la globalización” (en la edición ampliada de El Estado posnacional).

[6] El nacimiento de la biopolítica, FCE, 2007, 21.

[7] Linchamientos. La policía que llevamos dentro, Quadrata-Pie de los Hechos, 2015.

[8] http://academia.buenosaires.gob.ar/informacion: “Academia Emprende es un programa de capacitación gratuito con foco en habilidades emprendedoras y metodologías ágiles para resolver problemas pensado y creado para todos aquellos que quieren crecer profesionalmente, comenzar un emprendimiento o expandir un proyecto ya existente. Academia Emprende tiene modalidad presencial y virtual [y es gratuito]”.

[9] N. Botana, Poder y hegemonía. Emecé, 2006, 53-4.

[10] Ver www.pablohupert.com.ar/index.php/tag/astitucion/.

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