Los comentarios a la columna del 12/7, «El fantasma de un grito«, me obligan a profundizar algunas aseveraciones.
Entre 2002 y 2009, el régimen político se ha demostrado como una buena herramienta de dominación política, relevante para el control social.
En 2008 y 2009, con el conflicto del campo y las últimas elecciones, según E. y A. E. Calcagno, «comienza la batalla para volver al modelo agroexportador, con una nueva producción hegemónica, otra inserción externa, distintos grupos internos predominantes […] Es un cambio de modelo basado en una restauración conservadora. El principal problema que afrontan es que al país que quieren imponer le sobran muchos millones de habitantes». («¿Argentina industrial o Argentina agraria?», Miradas al Sur, 12/7/2009, p. 15).
En los noventa, toda la crítica al neoliberalismo partía del mismo dato: el modelo neoliberal era para diez millones de habitantes, de los treinta millones que tenía Argentina. Millón más, millón menos, lo cierto es que el neoliberalismo puro y duro de los noventa creía que los excluidos podían quedar lisa y llanamente excluidos e ignorados. 2001 demostró que no, y el neoliberalismo debió aceptar concesiones hacia los llamados «sectores populares» como las que el Estado se ha encargado de realizar desde entonces (algunas, desde el gobierno de Duhalde, otras más, desde el gobierno de Kirchner). Fueron concesiones económicas, judiciales, institucionales o simbólicas: planes sociales, reforma de la corte suprema, las jubilaciones, congelamiento de tarifas, anulación de las leyes de Obediencia debida y Punto final, fraseología y simbología nacionalistas, etcétera.
De tal manera, el Estado y la clase política, que para el neoliberalismo puro y duro eran prácticamente innecesarios (pues el capital ha logrado modos casi puramente económicos de resolver su funcionamiento y hegemonía), volvieron a ser necesarios para ahuyentar el fantasma de piquetes y asambleas, y mantener a raya el de las empresas sin patrón.
Los planes sociales, implementados ya por Duhalde en 2002, incentivaban el consumo, tan fundamental para la dinámica capitalista posindustrial, pero también tuvieron un rol político: desmontar los dispositivos populares de autonomía como piquetes, fábricas sin patrón, movimientos de trabajadores desocupados. En general lo lograron, hasta el punto de meter en la trama clientelística de los planes trabajar no solo al aparato peronista sino también a grupos más radicalizados, como algunos MTDs y partidos de izquierda. El precario tinglado de subjetivación montado por los MTDs y las organizaciones barriales en las inmediaciones de 2001 es desactivado con los planes sociales y la aparatización. Es una aparatización que se da tanto por dentro como por fuera del PJ.
Esto ha llevado a que docentes o militantes que recorren el Conurbano testimonien cierta incapacidad y falta de reflejos para organizarse en los sectores populares. Es decir: en los años kirchneristas, el Estado se ha demostrado como una herramienta eficaz de dominación política, necesaria para el control social. La dificultad de 2009 es que, ya desmontada la amenaza popular que significó 2001 y 2002, el gran capital (grandes exportadoras, petroleras, mineras, banca, grandes contratistas) y el mediano capital (que se siente tan identificado con el neoliberalismo, como la Federación Agraria, los sojeros y macristas en general) quieren volver a un estado más barato; quieren volver a prescindir de una herramienta de dominación política cuando el capital ha desarrollado mecanismos más puramente económicos, menos costosos, de hegemonía social (ver por ejemplo «El bienestar en la cultura« y la idea del consumo y la publicidad como hiperinclusores sociales o «el proyecto personal» y la idea de la precarización laboral como disciplinadora social).
Claramente, hay una dificultad que subsiste y habrá que ver cómo se la sobrelleva. Una forma por supuesto es ignorándola, pero la dificultad que subsiste es que esos millones de personas que le sobran al modelo insisten en existir, más o menos desnutridos, más o menos pobres, más o menos indigentes, más o menos inseguros, dominados, forreados, más o menos abandonados, descompuestos, lumpenizados, marginalizados, judicializados, criminalizados, drogados, más o menos formateados, lobotomizados o más o menos asistidos por ong’s o aparateados por partidos (otras veces, incluso, relativamente organizados autónomamente), sobreviven. Sobreviven y siguen siendo millones a la vera de los countrys, las autopistas y las ciudades, y también más diseminadamente como nuevos pobres, y pululan y merodean.
¿Cómo hará el capital recombinante, el capital posindustrial en Argentina para ahuyentar el fantasma que puedan representar esos millones de excluidos?
Lo cierto es que la inclusión social no es una tarea intrínseca a la tarea política de esta coyuntura, no es una cuestión que deba ser resuelta porque una ideología humanista o una nacionalista así lo requieran, sino que debe resolverse sólo en la medida en que el control social lo requiera. Por eso los planes sociales no han sido universales ni sostenida consecuentemente la redistribución del ingreso, ni los proyectos humanitarios han estado articulados. Sólo se enfrenta puntualmente aquello que puede resultar una amenaza para el normal desenvolvimiento del capital recombinante y para el normal desenvolvimiento de la vida de la clase política; o sea, de la corrupción política, o sea, de la connivencia entre el capital y el Estado. «La naturaleza del diálogo, dijo Randazzo el 15 en TN, es tratar el sistema político argentino» (o sea, necesitan ver cómo sigue un sistema de dominación).
El carácter táctico del abordaje de los problemas sociales se ve claro en la gran expansión sojera. Esta generó enormes dividendos para el mediano y el gran capital, para un De Angeli, un Elsztain, un Grobocopatel o un Urquía, y generó ingentes recursos fiscales, a la vez que empobreció el suelo, intoxicó poblaciones, desplazó campesinos produciendo más y más pobres, hacinándolos en villas de emergencias o lanzándolos sin techo a las calles de las ciudades, así como estimulando el monocultivo y elevando los precios del resto de los alimentos empobreciendo así a las masas urbanas… Ni los valores humanistas, ni los religiosos, ni los nacionalistas ni los de ninguna otra ideología se plasmaron en un Estado con políticas sociales consecuentes en el campo, simplemente porque la amenaza de 2001 venía de los sectores urbanos y suburbanos. También en materia de políticas sociales el que no llora no mama -no mama el que necesita leche.
¿Qué hacer con el fantasma de los excluidos organizándose y pronunciándose autónomamente? Esta es la pregunta que la clase política quiere instalar en esta coyuntura, y esta pregunta es el modo de existencia del fantasma de 2001, una existencia muy poco efectiva, muy débil, muy imaginaria, muy fantasmagórica.
¿Llegará la hora en que el fantasma hable por sí mismo?
PH, 16/7/9
La profundización de medidas populares que venimos viendo desde 2008 (estatización de las AFJP, Asignación Universal por Hijo, Ley de Medios, aumento de la obra pública, etc.) puede verse como respuesta a los que piden un Estado más barato. La respuesta consiste en hacer más necesario el Estado para el resto (y eso incluye tanto a los sectores populares como a las mineras, petroleras, contratistas de obra pública, bancos, etc.). El Estado argentino lucha denodadamente por superar su innecesariedad social –y parece estar lográndolo.