El mercado segmentador de humanidad

Ya sabíamos que la globalización va acompañada del surgimiento de identidades particularistas, con el “cultivo identitario”. En palabras de Badiou: la expansión del equivalente general moneda se corresponde con la expansión de las diferencias particulares. Siguiendo a Bauman, habíamos llegado a ver además que el cultivo de lo particular característico del multiculturalismo, por corresponderse con la expansión del equivalente general moneda –con la globalización–, banalizaba la identidad, hacía de ella algo consumible y no comprometedor, algo de lo que se puede picotear aquí y allá (variando tanto el lugar como la identidad que se paladea): siempre dábamos el ejemplo de recorrer Palermo Hollywood, en donde podemos encontrar desde un restaurante armenio, pasando por un bar de tapas españolas o un pub irlandés con música celta en vivo o un teatro con libreto seudonipón, hasta una plaza con un happening judío.

Todo eso estaba adquirido: la coincidencia epocal entre globalización y particularización, así como su mutuo reforzamiento. Lo que no estaba tan claro era por qué había consustancialidad entre globalización y localización, entre generalización y particularización, sobre todo después de que el marxismo (pero también la modernidad en general) había entendido que la expansión del capitalismo daba la posibilidad de una solución para toda la humanidad. Este proceso de globalización y localización conjuntas encontró, incluso, un neologismo que señalaba esta fusión: el neologismo “glocalización”. Ahora creo haber entendido por qué es que siempre van juntas globalización y localización: el mercado funciona detectando lo que requieren diferentes nichos o segmentos de mercado (targets, como les dicen), sectores de consumidores.

Por su propio funcionamiento, la promoción y venta de mercancías es “segmentadora”; una mercancía nueva se produce para un sector que la requiere, nunca para toda la humanidad. Incluso, si hablamos por ejemplo de pantalones, ningún consumidor requiere el pantalón tanto por su función tangible, sino que más bien lo quiere por su marca, su color, su diseño, etc.: por sus rasgos diferenciales intangibles, particularizadores.

Así como el capitalismo industrial –tal vez a través de los Estados nacionales– iba creando una subjetividad que se concebía como parte de una humanidad, el capitalismo financiero, de mercado radicalizado, va produciendo un sujeto –el consumidor– que se concibe por lo que lo diferencia del resto de los consumidores.[1] Si producir es cooperar, consumir es diferenciarse. Las prácticas socioeconómicas del capitalismo industrial incitaban el deseo de humanidad en el sujeto, en la subjetividad social, mientras que las del capitalismo financiero instigan el deseo (¿o goce?) de diferencia en el consumidor. Globalización del mercado y segmentación de la humanidad van de la mano.

Posdata: En el capitalismo productivo, en el capitalismo industrial, con Estado-nación, por fuerza, cada quien –cada individuo o grupo– se considera parte de un todo. El capitalismo industrial requiere división social del trabajo, y la requiere de manera ontológica. Por supuesto, es una ontología históricamente determinada, pero, mientras esas condiciones se dan, el requisito es absoluto. Toda sociedad, por lo demás, recordemos, se ve a sí misma como incondicionada tornando sus condiciones invisibles para sus habitantes.

En el capitalismo financiero, en cambio, las condiciones son volátiles, y eso es bien visible. Con lo cual la ligazón de cada quien con cada quien –de cada individuo con su grupo, de cada individuo con otro individuo, de cada grupo con otro grupo, etc.– no se vive como ontológica sino como casual, no como inherente o esencial sino como accidental, “accesoria” y transitoria –o, a lo sumo, “estratégica”–. En el capitalismo industrial, como la producción requiere cooperación y la producción es el dato estable y el anclaje de esa sociedad, los lazos resultan intrínsecos y, por lo tanto, cada quien –individuo, grupo o nación– se vive como parte de un todo mayor, con un lugar a ocupar, con un rol asignado o predestinado, etc. Esto se ve reforzado por la idea de Humanidad, que es racionalización de la conformación del sistema mundo en lo económico, pero también es refuerzo de la configuración de la cosmovisión de un mundo sistemático.[2]

Resumo la tesis: Si en una situación sólida cada quien es parte, en una situación fluida cada quien es singular. Cuando Alejandro Horowicz dice “hoy no hay ningún interés superior al propio” debemos entender no solo algún viso de condena moral, alguna tachadura de esa actitud como egoísta. Debemos ver que objetivamente la dinámica fluida anula cualquier cosa superior, totalizadora, que subordine los cachos de sociedad como partes de un todo que los ensamble y coordine. De hecho, hace un poco conocí a un director de cine, que fue el que me hizo ver este estatuto ontológico (socialmente ontólogico, se entiende) del hecho de que no exista interés superior al propio. Él no es por cierto ningún egoísta, es un joven de veintisiete años documentalista, ya tiene cuatro o cinco documentales y un par de premios por ellos. Sus documentales rondan todos alrededor del ídish, y quiere algún día escribir y dirigir un documental totalmente en ídish. Quiere mostrar –me decía– el mundo, la cultura que se está perdiendo, el ídishkayt, y quiere ayudar a conservarlo. Le pregunté por qué hace todo eso con el ídish, le pregunté a qué aspira con todos esos documentales, y me dijo que no aspira al rédito económico, “eso no me va a dar plata” (ni siquiera obtiene financiamiento o becas para sus documentales; el premio que obtuvo fue un diploma, y no dinero), le interesa ejercer su amor por el ídish y así, a lo sumo, de paso –dice– ampliará su currículum. Le repregunté: “Y más allá de tus intereses personales, ¿te interesa, en un sentido colectivo, alguna cuestión respecto de los judíos como grupo o algo por el estilo?”, “Ah, no”, me respondió. Tiene diez años menos que yo y se nota cómo en este joven, algo idealista y desinteresado, que labura fuerte al salir de su trabajo en pos de documentales que no le rendirán dinero, e incluso preparaba un video institucional para el IWO (Instituto de Investigaciones Judías) ad honórem, no hay ningún interés superior al propio. El desinterés, el actuar desinteresado, no conlleva necesariamente un interés-actuar grupal y mucho menos un conatus colectivo.

No es que los intereses superiores al propio sean improcedentes, no estén justificados, estén tachados de autoritarios o de opresivos ni nada por el estilo, sino que al preguntarle por sus aspiraciones, sólo escuchó la pregunta por sus aspiraciones individuales. No se ve (porque no hay) ningún interés aparte de la individualidad. El egoísmo contemporáneo, entonces, no siempre es un valor; es un supuesto, un dato, una premisa ontológica de esta sociedad, y por eso es que encontramos egoístas generosos como este documentalista, que generosamente regalan su trabajo, su tiempo, su saber, para un video institucional de una institución sin fines de lucro y que, sin embargo, no tienen ni ven ni oyen intereses grupales.[3]



[1] Vislumbramos algún efecto de la segmentación mercantil como segmentación del campo judío en la nota “¿Qué hay de nuevo viejo? Derroteros de la juventud judía en la posmodernidad”, p. 150.

[2] Por lo demás, la idea de humanidad tiene su autonomía respecto de lo económico: hoy el sistema mundo está mucho más expandido y, sin embargo, la idea de humanidad ha decaído.

[3] Esta subjetividad ‘egoica’ (más que egoísta) fue desarrollada en “El bienestar en la cultura” y una serie de artículos derivados aparecidos en Campo Grupal desde abril de 2009, disponibles en www.pablohupert.com.ar y compilados en El Bienestar en la cultura….

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