El Estado posnacional argentino: gestor entre poder y contrapoder

“La lucha de clases –en las actuales circunstancias– se libra alrededor de un poder que pretende y precisa apoderarse y controlar procesos naturales, culturales y vitales –el capital– y las fuerzas de la resistencia, que solo lograrán asumir el desafío de producir otra sociabilidad si son capaces de dar a luz un nuevo modo de producir la vida: exterior, opuesto y más potente que el régimen del capital”.[1]

Así las cosas podemos llamar Estado a eso que hace gobernable la convivencia entre ‘clases’ que luchan entre sí. EL Estado Nación hacía gobernable la convivencia entre obreros y burguesía, y lo hacía vía representación. EL kirchnerismo es un régimen estatal que hace gobernable la relación entre política e infrapolítica y lo hace vía gestión. Si entre obreros y burguesía se disputaban el excedente, entre capital e infrapolítica o entre poder y contrapoder se disputan la vida misma. Ya no el excedente económico sino (permítanme tan fea expresión) el necesario económico. La gestión de las relaciones entre el poder y el contrapoder puede ser de distintos tipos: mercantil-managerial, mafiosa, del tercer sector (o de las organizaciones llamadas de la sociedad civil o no gubernamentales), mediática, etc.

Se me plantea una pregunta: Si el Estado Nación buscaba asegurar, vía representación, que el excedente no quedara intolerablemente (para los obreros) concentrado en la burguesía ni quedara intolerablemente (para la burguesía) redistribuido entre los obreros,  ¿qué es lo que busca un Estado posnacional vía gestión?

“El poder y el contrapoder pueden convivir durante bastante tiempo sin que ninguno derrote al otro […] El principal problema común de esta lucha de clases, es, precisamente, cómo asumir esta coexistencia conflictiva”.

Es lo que diferentes marxistas han llamado un “empate de debilidades”. El régimen kirchnerista debe ser visto como un intento de responder a este problema, como un intento de tornar gobernable esta coexistencia conflictiva, que, por otro lado, no era solucionable con la simple represión, como había demostrado la masacre de Avellaneda y el mismo 19/20 a Duhalde y a De La Rúa, ni con más exclusión (o ajuste). En este sentido, el kirchnerato es el delicado arte de lo gestionable, un poco como la política estatal tradicional ha sido el arte de lo posible. Por su parte, la infrapolítca podría llamarse el arte de los posibles, un poco como la política revolucionaria clásica había sido el arte de lo imposible.

“Desde Solano pensamos que la lucha va a ser larga, creemos que se va a profundizar el tema de la represión y no creemos que vaya a haber un cambio revolucionario a favor del pueblo”.[2]

“Es muy arriesgada la hipótesis que habla de la convivencia, al menos por un tiempo, entre un contrapoder que se desarrolla cada vez más por la base y un poder que intenta recuperar posiciones […] Pensar esa convivencia sería posible sólo alejándose de la guerra. Si no hacemos eso, más bien podría pensarse en que suceda lo contrario. Porque si bien nosotros queremos alejarnos de un enfrentamiento directo y abierto, porque sabemos que no nos conviene, el Estado no piensa lo mismo. […] Aunque nosotros nos alejemos él va a seguir hostigando. Es cierto que las formas de contrapoder que surgen tienden a alejarse de la guerra abierta, porque ya se conocen experiencias anteriores que hablan de su ineficacia. Pero al poder le sobran herramientas para llevarnos a un terreno de guerra, lugar en el que ellos dominan, donde tienen las de ganar”.[3]

Este tramo es parte de una desgrabación de la conversación que mantuvieron Colectivo Situaciones y el MTD solano entre julio y octubre de 2002, esto es, luego de la masacre de Avellaneda, que fue el 26 de junio. Lo que no se advertía en esos días –y no se advertiría hasta ya andado un tiempo el gobierno de Kirchner– es que el Estado también iba a rehuir el enfrentamiento, al menos el enfrentamiento directo, al menos la represión violenta manifiesta y directa (un recurso que sigue eludiendo y previsiblemente seguirá eludiendo al menos hasta las elecciones de 2011). No es que la infrapolítica pudiera derrotar al Estado en el terreno de la lucha armada, pero sí que le podía complicar las cosas hasta tornárselas ingobernables y llevar a su gobierno a caer (caso de De La Rúa) o a adelantar las elecciones (caso de Duhalde).[4]

La última cita muestra cómo, para los mismos protagonistas del estallido infrapolítico, era inasible e imprevisible lo que éste abría y cómo configuraría al régimen político posneoliberal. Bifo habla de “heterogénesis de los fines” para explicar las no-planificadas efectuaciones y los contradictorios avatares a que llevaron los grandes movimientos político-sociales.[5] Creo que, análogamente, nosotros deberíamos hablar de una heterogénesis de las configuraciones.

Lo que 2001 configuraría no era previsible en 2002 (lo que seguirá configurando, tampoco). Ningún protagonista del proceso, ni el poder ni el contrapoder ni el Estado argentinos, tenía o tiene poder más o menos pleno, razonablemente exhaustivo como para configurar (o mejor, centralizar la configuración de) el proceso (como vimos que centralizó el Estado-nación). Como notamos los historiadores una y otra vez, los planes en la historia no se aplican como dice su modelo, los procesos no resultan como prevén sus protagonistas, las consignas no se siguen al pie de la letra ni se tergiversan a voluntad de los protagonistas, porque ningún protagonista detenta por sí solo todo el poder de realización de los posibles dados en un proceso, en una consigna, plan, estallido o lo que sea. Es un rasgo ineliminable de de todo acontecimiento, de toda consigna, de todo movimiento, no dejar determinar su realización de cabo a rabo a ninguno de los actores involucrados en ella. También en este rasgo está la potencia de 2001.



[1] MTD-Solano y Colectivo Situaciones, La hipótesis 891, Ediciones de Mano en mano, 2002, Buenos Aires, p. 176.

[2] La hipótesis 891, cit., p. 147.

[3] Íd, p. 181.

[4] Obviamente, la represión existió y decir que no la hubo es parte del maquillaje kirchnerista de la realidad, pero la hubo a través de vías indirectas y solapadas, nunca a cargo del gobierno nacional abiertamente sino más bien a través de aprietes entre los movimientos barriales por parte de las fuerzas provinciales (así fue como murió el maestro Carlos Fuentealba en Neuquén), o a través de patotas sindicales (así fue como murió Mariano Ferreyra), a través de la presencia de gendarmes en barrios y villas del conurbano o a través de lo que la CoRRePI (Coordinadora contra la represión policial e institucional) llama represión preventiva, que es lo que hace la cana con los pibes en las comisarias, (lo que llevó por ejemplo a la desaparición de Luciano Arruga). En todo caso, hasta 2011, el Estado no ha podido hostigar y cerrar el cerco lo suficiente como para llevar a la infrapolítica al terreno abierto de la guerra, al terreno del enfrentamiento, al terreno en que, digámoslo así, puede encararla de frente y derrotarla.

[5]    “El circuito ilusión-decepción del cual ustedes hablan es el alma de la sucesión histórica y de la relación entre intención subjetiva y devenir del mundo. Toda estrategia (política, afectiva) es una ilusión, porque en el mundo real prevalece la heterogénesis de los fines, es decir, la sobredeterminación recíproca de las intencionalidades diferentes. En particular, en la historia social del siglo XX, la ‘ilusión’ obrera ha producido desarrollo capitalista, ha producido industrialización forzada pero, también, ha producido escolarización de masas, aumento del consumo de bienes culturales, aumento de la esperanza de vida. En el curso de mi vida militante, partiendo de 1968 […], he visto muchas ilusiones y muchas desilusiones, pero quiero continuar así. La ilusión es una intención situada. La desilusión es el efecto de transformación que tu intención ha producido encontrándose con las intenciones de infinitos otros actores. Es importante no transformar tus ilusiones en ideología y no tomar las desilusiones como la forma definitiva del mundo.” (Generación post-alpha, Tinta Limón, Buenos Aires, 2007, pp. 12-3)

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