Posdata a la reunión del Taller de autoridad y subjetividad del 6 de setiembre
De esta manera volvemos a tres cuestiones que vienen recorriendo más o menos explícitamente (en general, más menos que más) nuestra indagación. Nuestra indagación sería una cuarta cuestión –y tarea para la próxima reunión.
1. Por un lado, la cuestión de la trascendencia como condición del lazo social. Esa trascendencia, en tanto representación del conjunto, hace, según Durkheim, “sociedad”, o también “divinidad”,[1] pues son “fuentes más elevadas” (p. 52) de las cuales surge una autoridad que hace que la sociedad misma se convierta en “el fin eminente de toda actividad moral” (p. 54). Se la llame “sociedad” o “Roma” o “Progreso” o “Patria” o “Socialismo”, una representación del conjunto se convierte en un tercero, o un Otro, que hace lazo entre los elementos sociales y que así hace dos cosas a la vez: los constituye (con su reconocimiento) y los somete a funcionar dentro de un orden.
Orden en el sentido weberiano de orden: “La acción, en especial la social y también singularmente la relación social, pueden orientarse, por el lado de sus partícipes, en la representación de la existencia de un orden legítimo. La probabilidad de que esto ocurra de hecho se llama «validez» del orden en cuestión”.[2] Podemos entender que este orden es el Tercero, y su legitimidad es lo que lo convierte en fuente de autoridad para los órganos que lo integran.
Ocurre que en Weber este orden supone explícitamente la violencia, y la autoridad se concibe como mando más bien explícito, mientras que en Durkheim y Revault, no tanto, pues Emile insiste en la sociedad como condición de todo lo humano y Myriam apuesta a la dimensión ‘más suave’ de la autoridad como forma de relación entre “los hombres”. Si apartamos estas distinciones, vemos que se repite un patrón, una matriz en la caracterización del lazo social: éste se afirma gracias a una instancia trascendente; sin ella, no hay ni individuo ni partes sociales ni sociedad; con ella, hay sociedad, orden, Tercero, y autoridad del tercero sobre “los primeros y los segundos”; y sobre todo: para que haya todo esto, debe haber, en cada une, una representación de ese conjunto -y la hay.
2. Por otro lado, la cuestión de la dominación cuando la trascendencia es imposible o cuando menos muy difícil. Hoy se hace bastante raro encontrar una conducta regida por esa representación de un todo. Lo social no adopta la forma “Sociedad”, y, como dijo Horowicz una vez, “no existe interés superior al propio”. Esa “deseabilidad sui generis” (el bien de la moral social) de que habla Durkheim no estaría circulando. Las trascendencias se han desvanecido en el aire tanto por el desarrollo del capitalismo financiero como por las luchas (incluidas las científicas) del siglo XX. En estas condiciones, el orden de lo social no puede asegurarse con un Tercero unificador y centralizador. En este sentido dicen los Tiqqun en La hipótesis cibernética: “el estallido de las ciencias no permite ya en efecto ninguna unificación teórica: la unidad de la cibernética se manifiesta a partir de ahora prácticamente por el mundo que ella configura día a día. Es el instrumento mediante el cual el capitalismo ha ajustado respectivamente su capacidad de desintegración y su búsqueda de ganancia.” Los Tiqqun citan a un cibernético, K. Deutsch, que en 1953 “recomienda abandonar las viejas concepciones soberanistas del poder que desde mucho tiempo atrás han sido la esencia de la política.” Y así sentencian que “la hipótesis cibernética enuncia, de este modo, ni más ni menos, la política del ‘fin de la política’.” Una política –diría– en la que no resulta precondición de orden que los gobernados se representen ese orden (como dice Weber) ni que esa representación incluya una “moral colectiva” que resulte, para cada uno de los ordenados en ese orden, obligatoria y deseable (como dice Durkheim).[3] La política del agotamiento de la autoridad. El orden capitalista, la ganancia, no necesitarían pues, hoy, de la integración social durkheimiana ni de la autoridad soberana, sino de una “policía inmanente”. Dado el éxito de esta policía –pero sobre todo, dada su irrevocabilidad– la llamada “crisis de autoridad” es irreversible. Pero nosotros seguimos necesitando alguna subjetivación, algún sentido, algún lazo (y sus «pasaportes»).
3. Finalmente, esta última cuestión, la de una subjetivación y la de la organización de una convivencia sin dominación y sin trascendencia. Esto requiere una política inmanente –pues la política de la trascendencia no volverá. Requiere darnos recursos para constituirnos; esta constitución –sabemos– requiere autorizaciones: “es casi impensable circular por la vida sin ese pasaporte”, decía Jitrik en Página/12. Así, pues, nuestra constitución se las tiene que ver, no ya con el mero agotamiento del Estado-nación (como en Ignacio Lewkowicz), sino con el pleno funcionamiento de otras formas de ordenar lo social, sin integrarlo, sin instituirlo permanentemente, sin convertirlo en una Sociedad que nos reconoce, nos orienta, nos autoriza.
4. Y aquí viene la cuarta cuestión que subtiende nuestro recorrido, que es también tarea para la próxima. ¿Qué formas de autoridad se dan en los lugares por dónde andamos? Ya tenemos varias herramientas como para dejarnos de leer teorías e ir al llano a describir un poco lo que sucede. ¿Qué formas de desautorización se dan?, ¿y qué formas de autorización? Porque, aunque la axiomática del capital no necesite de Tercero, seguimos encontrando personas y vínculos… De algún modo ocurre, dice nuevamente Jitrik, que
“los padres autorizan, los maestros autorizan, los médicos autorizan, es casi impensable circular por la vida sin ese pasaporte. También los escritores cuyo uso del lenguaje autoriza a otros a emplearlo con más propiedad –en las viejas enciclopedias y diccionarios esos usos se respaldan en nombres consagrados– y ni que hablar los llamados “pensadores”, filósofos o intelectuales que solían iluminar acciones posibles incluso a grandes masas, desde Platón hasta nuestros desdichados días, nada propicios en estos tiempos a buscar autorización mental en ellos sino, más bien, en esa especie de proliferantes “comunicadores” que, cumpliendo con esa labor autorizatoria, interpretan y saturan de lugares comunes las vacías cabezas de multitudes.”
Sabemos por otros relatos que a veces los hijos autorizan, o los alumnos… Pongámonos entonces a relatar “labores autorizatorias”. Despeguémonos un poco de los textos y argumentos y peguémonos un poco a lo que se da, lo que pasa y nos pasa.
[1] “no veo en la divinidad sino a la sociedad transfigurada y pensada simbólicamente” (Filosofía y Sociología, p. 53).
[2] Weber, Economía y sociedad, p. 25; cursiva en el original.
[3] De hecho, hoy circulan palabras como patria, dios y humanidad, pero no circulan como morales colectivas obligatorias y deseables para el conjunto, y por lo tanto tampoco como mediaciones necesarias para el reconocimiento del prójimo (con lo cual cada une puede por ejemplo desconocer a otrx que sabe humanx, o reconocer a alguien a quien sabe ateo, etc.) ni para el reconocimiento de sí mismo (por ejemplo, alguien puede invocar la patria sin desear participar de ninguna patriada).
No siempre percibimos claramente o podemos explicarnos esto que describe el artículo a nivel social. Los o las terapeutas muchas veces, abordamos la clínica desde un lugar “autoritario”, tanto desde la teoría donde presumiblemente estamos parados, como del lugar de nuestro prestigio o reconocimiento como terapeutas; y en estos casos, es muy probable no entender nada de lo que le pasa a las personas que nos consultan. Cuando logramos realmente conectarnos y resonar con todo nuestro cuerpo con los pacientes, sus padecimientos, la relación de su (nuestra) problemática con la trama social, histórica, cultural, geográfica, etc., se hace visible y es posible que surja algo productivo. La utilización de lenguajes artísticos en la psicoterapia (grupal o individual), ayuda a que algo de esto sea posible, porque nos permite corrernos del relato verbal inundado de estos pensamientos enlatados que se repiten por los medios y que todos consumimos, nos conectan con aspectos sensoriales, emocionales y fantasmáticos que son la materia prima de la singularidad de la persona, para construir desde ahí caminos posibles y lograr que el paciente se autorice a transitarlos.
Qué importante lo que traés, Marcelo!
Se me aclara que hay entonces dos tipos de autorización: una «enlatada», la que nos dan las frases enlatadas, los títulos y prestigios, las rutinas, los «temas de interés general», etc., y otra singular, que no se puede enlatar porque tiene que ver con transitar aspectos que no están en la autorización enlatada («sensoriales, emocionales y fantasmáticos» dices) . Esta autorización es la que nos interesa, pues es la que nos potencia.
El asunto difícil -difícil para cada quién- es que para transitar estos aspectos es necesario lanzarse por caminos que no están si no se construyen. El asunto difícil es que para construir estos caminos es necesario lanzarse por caminos que no están si no nos lanzamos, y no nos lanzamos si no nos autorizamos. Pero, a su vez, no nos autorizamos si no vemos que forja realidad, vínculo, alegría -y no forja nada de eso si no transitamos esos aspectos.
Hay aquí un círculo que impide comenzar y que, creo, solo se rompe y abre con una prepotencia subjetiva, una conmoción -por ej., los lenguajes artísticos, la psicoterapia, alguna ‘experiencia fuerte’, un amor quizás. Creería entonces que el paciente «se autoriza» si hay un agenciamiento autorizador colectivo. Parafraseando a Ignacio Lewkowicz, la autorización ocurre en un desacople gramatical: si nos autorizamos me autorizo.