Una pintura de la época de y a partir de Lucas Carrasco
Acabo de conocer el blog de Lucas. Escribe de maravilla y habla de un amor muy extraño, el amor contemporáneo. Lo cito largo y a continuación lo leo.
“Tenía una novia que viajaba vendiendo cosas […] A veces coincidíamos y yo iba con ella. Recorría […] la provincia de Entre Ríos. Cuando no coincidíamos le decía «extrañame». Y ella siempre me respondía lo mismo: «la palabra extrañar es una palabra fea, no hay que extrañar».
De las relaciones, cuando el tiempo pasa y se superponen otras alegrías, otras tetas y dolores, te quedan esa suma de detalles estúpidos repetidos hasta lo inverosímil. Cosas que solamente para vos tienen sentido. En la plenitud de lo incontable.
No te estoy extrañando ni mucho menos. Y sé que vos, por suerte, tampoco. Pasa que volví a casa. Después de tomar varias gaseosas y licuados de fruta, perfectamente horribles. Y discutir sobre los puteríos de barrio cerrrado entre escritorios y expedientes que la joven patria contratista llama «hablar de política». Ese show de blackberrys y sacos con hombreras, pibotes jugando de pivotes y luciendo impecables afeitadas, de esas que brillan, cachetes K que, para mí, se encreman después del spá, música celta, mucha rúcula con parmesano en la república de Palermo, no les da para el cine iraní porque prefieren aburrirse con la play station, chicas moderadamente putas, reidores, claques del último chusmerío de pasillo, de una elaborada redacción, elogiable el esmero por cuidar la sintaxis al pronunciar tanta irrelevancia. Tanta pavada. […]
Me desato los cordones, sentado en el tercer escalón, para volver a atármelos. Más que extrañar algo indefinible. Pruebo el teléfono -odio tanto tu contestador, de manera inversamente proporcional a lo que me calienta tu acento- y nada, qué rara es la palabra nada. Es tanto como saber que la mayoría de la gente duerme, planifica, avanza, vive vidas organizadas, cuatro comidas diarias, no más que tres vicios, y el campo de noche se abre a ruidos de ningún lado, gemidos de fantasmas, ratas, un gato montés, perdices, arañas, yuyos venenosos, jejenes, el calor, la noche entera de estrellas y los árboles dibujando fieras a contraluz de la luna.
Tengo un quilombo en la cabeza.
El guardia de seguridad, efectivamente, está dormido. Disimula mirando la cámara en blanco y negro, ahí proyecta en sepia los sueños de una vida mejor. En el ascensor me miro al espejo. Me guiño un ojo. Se me está cayendo el pelo y tengo esta panza, un barril de cerveza tirada a la basura de los años. Guiño un ojo, frente al espejo. Es un gesto pelotudo. Pero por alguna extraña razón me da la pauta de que hay una conexión entre el pibito de mochila y delantal que volvía pateando piedritas por calle Ramírez hasta Urquiza, con jopo a la gomina y la tarea pendiente antes de salir a jugar a la escondida; cuando guiño un ojo frente al espejo del ascensor encuentro esa conexión con el pibito travieso que fui y este pedazo de hijo de puta al que se le arruga la cara y sonríe con mueca de loco y unas ganas imprescindibles de coger. […]
Esperá, no terminé: sonará poco, pero toda esta desolación te la dedico, cursimente, a vos, que le agregás valor a esta materia prima. Puedo producir palabras en cantidades industriales, pero cuando me mirás y hacés esa forma con los labios como curvados, no sé cómo explicarlo, pero en ese momento, casi todo tiene sentido. Casi todo vale la pena.” (Lucas Carrasco, Israel debí haberme llamado, 12/2/11; en línea, visitado el 16/2/11).
No hay sentido en las palabras (que proliferan en cantidades industriales) ni en la vida que vivimos (ese show), sino en el amor puntual (un coito, una mirada, una boca). No hay sentido en lo colectivo: ni en el lenguaje, ni en la vecindad, ni en la sociedad, ni en el trabajo, ni en la que cada uno se empeña en llevar. Digo: no hay sentido en lo colectivo actual como lo hubo en lo colectivo perdido y añorado: la infancia, la tarea pendiente, la ciudad provinciana. Esos espacios sociales son ahora páramos de desolación (léolo «de sinsentido»). Así las cosas, la desolación se la dedicamos al amor. O sea: hoy la desolación la destinamos al amor. O sea: la desolación nos conduce (aunque no siempre llegamos) al amor.
Pero el amor de hoy es puntual. No nos acompaña todo el tiempo; está cuando está (no se lo extraña, lo que sería una forma de que esté cuando no está). Y es lo que queda bajo cosas que se le superponen. No es un espacio colectivo; es un agregado. No es una relación, sino una intermitencia que da sentido a casi todo (es decir, da casi sentido), solamente para vos.
¡Mierda! ¿El sentido también ha dejado de ser un espacio colectivo?
Lucas Carrasco dice haberme respondido, pero la verdad es que siguió pensando la cuestión: http://lucascarrasco.blogspot.com/2011/02/la-banda-sonora-de-lo-que-vivi.html