Viene de Entrevista con Lula Mari (primera parte)
PH: La pintura no será lo mismo según el dispositivo en que sea vista u ocurra. No es la misma disposición la que tenés hojeando un libro de pintura en tu casa que en un museo que en un recital…
LM: Es muy sensible la pintura con eso. Yo creo que casi como ninguna de las artes. Vos fijate que la música, como que se te mete, es muy inductiva. No podés zafar. Crea ambiente. La pintura no. La pintura está muy en el borde de ser nada de nada. Por eso quizás sea tan buena cuando es, eh! No es que para mí eso sea una falta de mérito. Pero es singular eso.
PH: A la pintura le hace falta más montar todo un dispositivo…
LM: A la pintura no. A nosotros nos hace falta. La pintura, una de sus cualidades es ser eso. Es ser nada […] Pero a nosotros como cuerpos, espectadores que no podemos siempre ser tan vivos como para cualquier pintura. Uno puede encontrar formas de verla. No sé. Yo, como que la respeto mucho como para pensar que le falta un reci a una pintura. Me sentiría sacrílega. Me parece que a la pintura no le falta nada. Es más, a veces siento que el reci es un poquito un exceso de cosas.
Más allá de las galerías, de los hippies y del arte conceptual
PH: ¿Me contás cómo surgieron los recitales? Y cómo se fueron transformando.
LM: Bueno. Cuando surgió, de hecho, el reci no tenía nada de nada. Era como una alegría no meter ni un sonido. Porque era como ¡No! ¿Cómo voy a ser tan traidora? Surgió porque hice una primera muestra en una galería, que se llama Zavaleta Lab. Una galería bastante importante. Yo había aspirado mucho a tener esa oportunidad. Y tenía un poco la cuestión de pegarla, ¿viste? Y yo tenía mucha expectativa.
Y cuando hago la muestra ahí, yo entendí en ese momento que, la lógica de la galería, yo no iba a poder asumirla. Yo me sentí que no me gustaba el lenguaje que hablaban… los compradores, los galeristas, nadie. Me sentía mal vestida. Me sentía mal ubicada, digamos. Me sentía… no pude estar ahí. No me gustó estar ahí.
PH: Fuerte.
LM: La sensación era «acá hablan un lenguaje que yo no quiero aprender». No voy a poder aprender. Ya estoy lanzada en otra dirección. Ni siquiera si yo quisiera, voy a poder hablarlo. No fue una sensación de complejo: “Ah… bueno, no sé hablar así, como un concheto; pero voy, lo aprendo y lo imito.” Naturalmente, no hay forma de que yo vaya a poder aprenderlo porque yo ya estaba lanzada en una dirección. Y esa dirección va en otro sentido, digamos. Entonces, registré eso. Si yo quiero ser pintora, no voy a poder hacer esto.
Y además tampoco me gustó cómo veían la pintura. La muestra estaba linda, la galería relinda… Fue todo como coqueto y muy lindo de ver ahí. Pero no estaba ni yo ni tampoco estaba la pintura. Es decir, la pintura estaba puesta para los que querían comprarla, un determinado grupo social que compraba.
Y en ese momento yo estaba yendo mucho al [Centro Cultural] Pachamama. Y ahí también había empezado, no hacía tanto. También porque los años anteriores habían sido de mucha pintura. Estaba muy encerrada. Y en ese momento coincidió con que yo empezaba a salir un poco de ese mundo. […]
Ahí en el Pacha, se da toda la circulación. Gente. Recuerdo una charla de Santiago López Petit. Fue como una coversación increpando un poco a los jóvenes. Y yo escuchando a un poeta. [Se empezó a dar] ese encuentro con lo que estaban los otros haciendo.
Pero ellos tampoco se coparon con mi pintura. Entonces, ahí a mí se me armó como una cosa como… ¿cómo puede ser? ¿Por qué? Porque, digo, tampoco el arte contemporáneo, donde yo también en ese momento estaba tratando de entender algo de la lógica del arte. Por más que yo resistía a eso, me sometía a eso cuando me parecía que era necesario. Entonces, hacía clínica de obra con Diana Aisenberg… y tampoco entendía el lenguaje. “Estos hablan en términos que a mí no me interesan, de cosas que a mí no me interesan”. Me cuestionaba mi relación con la pintura. Era como todo un interés por hacerme más contemporánea, ¿viste? Entonces ahí, yo resistí bastante a eso.
Después en la Zavaleta Lab me pasó eso [que te contaba]; y en el Pacha también pasó que todos estaban [en] una cosa de mercado. Digo «mercado» en el sentido de que baja uno con su cosita para dar; otro con otra cosita… mercado informal, digamos. Todos bajando de diferentes lugares con su asunto. Y yo llego con mi pintura y me dicen que es demasiado académica, que es demasiado técnica.
Como que el Pacha quería algo más hippie, digamos. Más como que yo me exprese de una forma, no sé, horrible. No sé qué quería que hiciera, que tirara pintura a la pared… Entonces yo dije, “Bueno, no puede ser. Esto es imposible. El arte contemporáneo no. La galería tampoco. Y en el lugar de los hippies, donde todos se aceptan a todos, ¡¿tampoco?!”
Entonces, ahí dije, yo voy a hacerlos entrar a mi pintura, para que uds. entiendan. Uds. no están gustando de mi pintura no porque no la están viendo. Yo ahí sentí que ninguno de aquellos a los que yo les mostraba mi pintura, la estaba entendiendo. Pero no es que había que entenderla. Había que estar ahí. Si vos estás en el Pacha, escuchando a un poeta recitar algo que había escrito y te podía conmover, y era algo que había escrito a lo mejor la mañana anterior en pantuflas, y vos podías entrar a eso, ¿por qué no iban a poder entrar a mi pintura? ¿Por qué ese poema pedorro les hablaba, y mi pintura tenía que ser algo que ellos imaginaban que tenía que ser? No había ojos para la pintura ahí. No, vos sos pintora acá en el Pacha, tenés que ser libre, expresiva, tirar pintura al techo. “Ah, ¿vos sos sos pintora contemporánea? Bueno. Tenés que decirme cuál es tu concepto.” Eso me decían en las clínicas. Todos me decían cómo yo tenía que ser con la pintura.
PH: ¿Ya cuántos años tenías más o menos?
LM: Y ya ahí, 28 ó 29 años. Ya tenía un camino recorrido.
[…]
PH: El recital de pintura para mí es tener una dimensión de que la pintura es un lugar que, dentro de este mundo, te pone en otra clave, te pone en una clave de insistencia, de sensible, de una temporalidad rara… A mí se me mezcla todo, igual, porque se me mezcla con mi propia historia. Y sentir ese poder de cosas ahí y la distancia que había [en los demás]. Entonces, empiezo a ver que quería emprender estos recitales […]
Y los empiezo a hacer como forma de llevar ese mundo de deseo y de potencia y de cosa, a los otros. Porque había mucha distancia. Entonces, la gente del arte contemporáneo, podía entender que no lo quisiera. La gente de la galería, entendía las razones comerciales. Pero la gente del Pacha, ¿cómo no iban a entender la pintura? Era ridículo.
El primero fue con un reloj. Dije, ustedes me dicen que mi pintura ta, ta, ta. Vamos a ver qué les pasa si la miran cinco minutos. Dos minutos pusimos. Pusimos un celular, dos minutos. Había cuarenta personas. Nos sentamos todos ahí. Yo puse una luz, puse una pintura y dije mirémosla en silencio. Yo solamente les pido que la miren en silencio dos minutos; que se callen la boca y la miren en silencio dos minutos. Y al principio medio que me cargaron y todos se coparon.
Terminaron los dos minutos y lo primero que se escuchó fue tipo «¡Fahh!» Había pasado la pintura. Y siempre me acuerdo, Fede Levin, se acuerda porque estaba ahí, diciendo “¿qué fue esto?”, ¿entendes? “¿qué fue esto?” Estaban ahí, no la habían visto. Y la vieron y apareció. Y yo decía: “Sí, claro, si yo sabía que había algo. Mirá todo lo que me pasó a mí. ¿Cómo no va a haber algo? Ustedes no la estaban viendo. Querían que la cuelgue en esta pared de mierda, llena de humedad. ¡No!”
Y ahí apareció. Entonces, me di cuenta de que había que mostrarla así. Porque si no, yo me iba a quedar con todo esto explotando adentro mío. No encontraba espacio para esto.
Entonces, empecé a hacerlo. Empecé a llevar más cuadros al Pacha y los sacaba y los ponía y dejaba el tiempo cronometrado. Dos minutos, tres minutos. Después dije no, no está el tiempo cronometrado. Voy a manejar yo el tiempo con la luz. De alguna forma yo me pongo en el público y juego a sentir que la miro como si fuera la primera vez también. Entonces, empezaba primero solamente a subir y bajar la luz, con el reflector más clásico. Me acuerdo discusiones con los amigos que me decían que ponga música. Y yo decía no, no va la música. Solamente silencio. Tiene que ser esta luz y nada más y que la gente esté sentada, mirando la pintura y en silencio.
Y después pasó que la hice en una iglesia, en la Iglesia de Dinamarquesa de Buenos Aires. Que fue muy lindo, porque cuando yo fui a hablar con el pastor, y le digo que yo quería que la gente se conecte con algo que a mí me parecía que tenía mucha potencia y que quería que se transmitiera eso, él me dijo «yo quiero lo mismo con mis sermones». O sea, qué loco, no? Para él también, Dios sería algo inventado que había que transmitir, digamos. Pero que en el entre, se despertaba. Eso yo sentía, que la pintura es algo inventado. Que no tiene ninguna razón para existir. La única razón que existe es que uno puede tener un centro de gravedad que no sea la nada, pero que es la nada, digamos, a la vez…
PH: Claro. No es la nada, pero está al borde de la nada, como decías antes.
Continúa en Entrevista con Lula Mari (tercera parte)
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