El kirchnerato como reconstrucción del Estado argentino sobre nuevas bases
Era 2003. 2001 había ocurrido. El terror de Estado había ocurrido. El atentado a la Amia también. Habían ocurrido la manipulación de la Corte Suprema, la corrupción, la mentira descarada, el entreguismo más pusilánime, etc. Incluso y sobre todo, la casi imposibilidad de los políticos para caminar por la calle. El conocimiento público de todo eso, también. Habiendo ocurrido todo eso, un Estado nación es inviable. Pero era 2003, y había un Estado, y había políticos y habían realidades ya inocultables. Había un Estado, había que gobernar, pero no había ni legitimidad para chamuyar ni viabilidad para reprimir.
Era 2003, y en esa encerrona se hallaba Kirchner: entre la necesidad de seguir en el Estado y la imposibilidad de seguir como hasta entonces. Técnicamente: entre la necesidad de reproducción del aparato estatal y la inviabilidad de su reproducción como Estado nacional. Era 2003, y algo había que inventar. Del fuego cruzado se sale a los tiros. Con gestos y medidas adecuados, había que establecer una línea demarcatoria, instalar la impresión general de un nuevo comienzo.
Era 2003, y había otra encerrona menos visible. La Dictadura y el menemismo no solo habían desindustrializado al país; también lo habían globalizado. Lo habían metido (o habían levantado las últimas barreras para que terminara de entrar) en el mundo de la red bioinformática global, que es económica pero también social, cultural y política. Por un lado, “la mente global es demasiado compleja para ser conocida y dominada por mentes locales subtotales”, dice Bifo:[1] la red global es humana y racionalmente ingobernable. Léase: un Estado-nación no puede gobernar una sociedad reticular, una sociedad donde no hay clases ni masas sino públicos. Por otro lado, la red es horizontal y se burla de todas las fronteras; el Estado-nación suponía una cierta impermeabilidad horizontal para que primaran las relaciones de poder verticales. Nuevamente, un Estado-nación no puede gobernar una red donde no hay “cuerpos nacionales” sino “flujos internacionales” y desterritorializados de capital, de información, consumo, de producción, de organización empresarial y política, etc. Por lo demás, en el capitalismo posindustrial contemporáneo, el Estado deja de ser condición de la reproducción de la explotación económica. “El precario no es formalmente dependiente, pero su independencia es precariedad. Su existencia no es en absoluto libre… El control social se ejercita a través de la voluntaria pero inevitable sumisión a una cadena de automatismos.”[2] (O sea: o te hacés explotar o te quedás afuera). El retiro del Estado no era del todo voluntario: la dominación económica posindustrial ya no lo requería como condición de su producción y reproducción.
Era 2003, y el grito de que se vayan todos pedía que se fuera el Todo –el totalizante Estado-nación.[3] Era 2003, y el Estado parecía un estorbo innecesario, tanto para los de arriba como para los de abajo. El Estado era “una excrecencia”, pero para la “clase política” era su medio de vida.
2001 había dictaminado que el funcionariado había dejado de ser el conjunto de representantes para convertirse en clase política. “Lo que antes era un error conceptual, ahora [tras 2001] es un operador de pensamiento”, decía Lewkowicz en aquel diciembre, y seguía:
“Esta clase-Estado, ya subjetivamente nominada como clase política, es el signo de la descomposición absoluta del Estado-nación. Cuando el Estado-nación está en funciones, representa y organiza a las clases –pero no constituye una clase. Cuando desaparece como Estado-nación, el conjunto de quienes ganan su pan y sus yapas de las supuestas funciones de representación se constituye en clase en sí y para sí a partir de las funciones de gobierno. Y esto con independencia ya no relativa respecto de la liga orgánica con las clases, que ya han organizado otro modo básico de ejercer la hegemonía y la subordinación. La clase-Estado es corrupta e internista por naturaleza: no es corrupta ni internista por motivos morales; es corrupta e internista porque se ha roto la liga representativa –y por eso se ha constituido en clase.”
Era 2003, y la sociedad había estallado. Tal vez ahora el capitalismo posindustrial pudiera necesitar que ese quilombo se ordenara. Siendo así, la clase política podía encontrar una salida para mantener su medio de vida en funciones: apaciguar la sociedad mostrando a los de arriba y a los de abajo los beneficios de tener un Estado en funciones (y reproducirse como clase política). Era la hora de un posneoliberalismo. Léase: de una nueva gobernabilidad[4] que, sin sucumbir a la ilusión de que era posible la desglobalización o la restauración de un desarrollo nacional, industrial y autárquico y de la Nación argentina, fortaleciera la capacidad del Estado de gobernar la cosa social sin la represión (recurso que para De la Rúa y Duhalde fue contraproducente). El kirchnerato no es “la defensa de la Nación contra la rapacidad del capital extranjero”. El kirchnerato es defensa del aparato del Estado contra la rapacidad del capital extranjero.
De tal manera, el Estado y la clase política, que para el neoliberalismo puro y duro eran prácticamente innecesarios (pues el capital ha logrado modos casi puramente económicos de resolver su funcionamiento y hegemonía), volvieron a ser necesarios para ahuyentar el fantasma de piquetes y asambleas, y mantener a raya el de las empresas sin patrón. Es decir: en los años kirchneristas, el Estado se ha demostrado como una herramienta eficaz de dominación política, necesaria para el control social (ver Reforma política, diálogo y dominación política posneoliberal).
“Pensando y solo pensando, podría decir que la diferencia específica del estado-nación y el estado post-nacional es la ruptura de la certeza y seguridad de su existencia continua independientemente de su «recomposición» o desfondamiento. La idea de que el Estado como suelo cohesivo se desvanezca por el cambio en la consistencia de las relaciones sociales que lo componen, no era un presupuesto del estado nación (sólido). Dígamoslo así, el kirchnerismo quizás haya revertido algunos de los efectos predominantes del desfondamiento pero no los de la liquidez. Es más: se ha montado sobre la liquidez y desde allí teje sus redes de poder, en la liquidez consisten tanto sus argumentaciones como su praxis.” (S. Grimblat vía Facebook; subrayados míos).
El kirchnerato es reconstrucción del Estado argentino sobre nuevas bases (bases posnacionales).
Prometo una lista de prácticas posnacionales actuales del Estado argentino para el próximo post.
[1] Franco Berardi (Bifo), Generación post-alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo, Tinta Limón, Buenos Aires, 2007, p. 68.
[2] Íd, p. 103.
[3] Desarrollé esta idea en el Taller de historia argentina.
[4] Se puede ver Colectivo Situaciones, “¿Hay una «nueva gobernabilidad»?”, La Fogata N°1, Buenos Aires, Marzo de 2006.
Pablo: sigo esperando el debate por el estado post-nacional!!!!!
deberíamos reemplazar la frase «nacional y popular» por «global y popular?»
¿Global y popular? Me gusta 🙂